Uruguay aprueba la “muerte digna”: un eufemismo para justificar el asesinato legalizado

El reciente visto bueno del Senado uruguayo a la ley de eutanasia, bautizada “Muerte Digna”, ha desatado un debate profundo sobre lo que realmente significa proteger la dignidad humana. Para quienes sostienen una visión conservadora, la eutanasia no es un acto de compasión, sino una peligrosa pretensión de asumir un poder que pertenece solo a Dios: el de decidir sobre la vida y la muerte. En esencia, representa una violación de la santidad de la vida y un paso hacia la normalización de la eliminación deliberada de quienes sufren.

Uruguay se ha convertido en el primer país de América Latina en legalizar la eutanasia por vía legislativa. La norma permite que personas mayores de edad, mentalmente competentes, con enfermedades incurables o padecimientos irreversibles que provoquen sufrimientos considerados insoportables, soliciten asistencia médica para morir. Aunque se establecen ciertas salvaguardas, como evaluaciones médicas y comisiones de control, los críticos advierten que esos mecanismos pueden abrir la puerta a abusos o presiones indebidas sobre los más vulnerables.

Argumentos desde la fe

Desde la visión cristiana, esta ley supone un quiebre moral de gran magnitud. La Iglesia Católica uruguaya advirtió que la eutanasia promueve una “cultura de la muerte” y socava el principio esencial de que toda vida humana, sin importar su estado de salud o sufrimiento, posee una dignidad inalienable. Matar a una persona, incluso con su consentimiento, es considerado moralmente inaceptable, pues la vida no es una propiedad individual que pueda disponerse a voluntad, sino un don divino que debe respetarse hasta su fin natural.

El magisterio de la Iglesia sostiene además que aceptar la eutanasia es erosionar la obligación moral y social de cuidar al enfermo. En lugar de ofrecer alivio mediante el acompañamiento humano, los cuidados paliativos y el amor fraterno, se propone la muerte como solución, debilitando el compromiso del Estado y de la sociedad con quienes más necesitan compasión verdadera.

Desde el punto de vista budista también existen reservas profundas. Las enseñanzas sobre el karma afirman que cada acción tiene consecuencias, y que interrumpir deliberadamente la vida impide que una persona complete el proceso natural de purificación del sufrimiento. De acuerdo con esta visión, acortar la vida mediante la eutanasia no elimina el dolor, sino que lo posterga o incluso lo agrava en una existencia futura, ya sea a través del renacimiento en condiciones más difíciles o del padecimiento en reinos inferiores de existencia.

En esa visión, el dolor y la enfermedad son parte del proceso de purificación del alma; evitarlos artificialmente puede significar posponer o agravar las lecciones espirituales que cada ser debe afrontar. En ambas tradiciones —cristiana y budista— la vida y el sufrimiento tienen un sentido trascendente, y renunciar a ellos por medio de la eutanasia implica romper un ciclo natural que está más allá de la comprensión humana.

Riesgos éticos y sociales

Más allá de lo religioso, desde la ética conservadora surgen varios cuestionamientos. ¿Qué tan libre es una persona para decidir su muerte cuando se encuentra en un estado de desesperación física o emocional? En contextos de enfermedad grave, soledad o carga económica, la eutanasia puede transformarse en una forma sutil de presión, en lugar de una expresión de libertad.

Otro riesgo señalado es el debilitamiento de la responsabilidad del Estado. En lugar de fortalecer los cuidados paliativos y el acompañamiento médico y psicológico, la legalización de la eutanasia puede desincentivar la inversión en esas áreas, dejando a los enfermos terminales ante la opción más fácil, pero menos humana: la muerte asistida.

También se advierte una erosión cultural de la idea de que la vida es sagrada. Al permitir que una persona o un médico decidan cuándo ponerle fin, se introduce la noción de que el valor de la vida depende de su calidad o utilidad, no de su simple existencia. Ese cambio de paradigma, alertan los críticos, puede tener consecuencias irreversibles para la sociedad.

Desde la fe, la ética y la razón, la eutanasia no representa un avance moral, sino un retroceso que despoja a la vida de su carácter sagrado y convierte el sufrimiento —que puede ser redimido y acompañado— en una excusa para eliminar al que sufre.

Aceptar la eutanasia es, en el fondo, aceptar que hay vidas que dejan de merecer protección. Y una sociedad que pierde ese principio termina debilitando su humanidad.

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Celeste Caminos
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